lunes, 30 de diciembre de 2013

... CELEBRAR ESCRIBIENDO (28 DE DICIEMBRE DEL 2013)...

 EL HOMBRE QUE LEÍA LAS MANOS ©     (Por Oscar Espinoza Valenzuela)
                                         El método     
             Y  cuando todos pensaban que iba a  sostener la gran mentira que había forjado a su alrededor, calló, calló  por un par de meses. Eran esos días que se desmoronan lentamente , caen lentos también , sobre las sillas del cuarto y ahí se quedan, empolvándose. El punto es que ahí estábamos casi todos, la verdulería estaba cerrada, y la fila más que  avanzar  se retorcía por el frío que reinaba en el  ambiente; hube de tomar la palabra- cosa extraña- me vi empujado a hacerlo, estaba escudriñando a la muchedumbre y pensé que había llegado la hora de pararme en el barril que me ofrecían y disparar mi verborrea sobre esa fila de ancianos que traía sus huesos para depositarlos en el espacio eriazo, justo a tres patios de  los límites de la verdulería.   Cristina-la verdulera- daba vueltas con las llaves en la mano, situación que provocaba un nerviosismo mayor en la multitud que pedía a gritos que yo dirigiera mi discurso a los reunidos.        Empecé diciendo que aún no era tiempo de tomar las armas y eso, que era muy vano desperdiciar tiempo escuchando lo mismo de siempre, que las fuerzas se debían mostrar al final de la jornada, que debía medir las palabras, que tenía que redactar un texto y eso. Saqué del bolsillo la lista que me había preparado, y empecé a exigir que se respetara el precio de los tomates y las cebollas, que las espinacas, no obstante necesarias, eran un despilfarro puesto que ni favorecían el bolsillo ni tenían un efecto notorio en la salud de las personas, realcé la voz para centrar mis dardos en el altísimo precio de los tubérculos, claro, las ancianas se  regocijaban al escuchar los fundamentos que utilizaba para defender al pequeño  comprador que pese a todo estaba a las cinco de la mañana, esperando que abrieran la verdulería, Cristina, quien poseía las llaves, hasta ese momento no había metido ninguna  en las cerraduras y ya con eso la muchedumbre empezaba a corear improperios en contra de la mujer, que pese a su vulgaridad tenía un aire de portera carcelaria, intransigente ante cualquier signo de amotinamiento en contra de  la posesión de las llaves de la puerta principal.

     Había que pasar por el mesón, cruzar tres patios más, para entrar al  de las osamentas, y cada deudo llevaba su hueso indicando los orígenes de cada trozo  astillado que en las bolsas de lana – numeradas y tejidas por los aparatos del gobierno- traían los ancianos. Todo era un corro temeroso, antes que dieran las seis de la mañana, y  yo, parado en el barril, todavía no podía hablar de las zanahorias y los morrones que hasta ese momento eran inalcanzables, debido a la gran demanda de la colonia de italianos que hace un par de días había arribado a la Isla  del Cangrejo... 
                                                     (.... parte del primer capítulo de la obra)

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