EL HOMBRE QUE LEÍA LAS MANOS © (Por Oscar Espinoza Valenzuela)
El
método
Y
cuando todos pensaban que iba a
sostener la gran mentira que había forjado a su alrededor, calló,
calló por un par de meses. Eran esos días
que se desmoronan lentamente , caen lentos también , sobre las sillas del
cuarto y ahí se quedan, empolvándose. El punto es que ahí estábamos casi todos,
la verdulería estaba cerrada, y la fila más que
avanzar se retorcía por el frío
que reinaba en el ambiente; hube de
tomar la palabra- cosa extraña- me vi empujado a hacerlo, estaba escudriñando a
la muchedumbre y pensé que había llegado la hora de pararme en el barril que me
ofrecían y disparar mi verborrea sobre esa fila de ancianos que traía sus
huesos para depositarlos en el espacio eriazo, justo a tres patios de los límites de la verdulería. Cristina-la verdulera- daba vueltas con las
llaves en la mano, situación que provocaba un nerviosismo mayor en la multitud
que pedía a gritos que yo dirigiera mi discurso a los reunidos. Empecé diciendo
que aún no era tiempo de tomar las armas y eso, que era muy vano desperdiciar
tiempo escuchando lo mismo de siempre, que las fuerzas se debían mostrar al
final de la jornada, que debía medir las palabras, que tenía que redactar un
texto y eso. Saqué del bolsillo la lista que me había preparado, y empecé a
exigir que se respetara el precio de los tomates y las cebollas, que las
espinacas, no obstante necesarias, eran un despilfarro puesto que ni favorecían
el bolsillo ni tenían un efecto notorio en la salud de las personas, realcé la
voz para centrar mis dardos en el altísimo precio de los tubérculos, claro, las
ancianas se regocijaban al escuchar los
fundamentos que utilizaba para defender al pequeño comprador que pese a todo estaba a las cinco
de la mañana, esperando que abrieran la verdulería, Cristina, quien poseía las
llaves, hasta ese momento no había metido ninguna en las cerraduras y ya con eso la muchedumbre
empezaba a corear improperios en contra de la mujer, que pese a su vulgaridad
tenía un aire de portera carcelaria, intransigente ante cualquier signo de amotinamiento
en contra de la posesión de las llaves
de la puerta principal.
Había que pasar por el mesón, cruzar tres patios
más, para entrar al de las osamentas, y
cada deudo llevaba su hueso indicando los orígenes de cada trozo astillado que en las bolsas de lana –
numeradas y tejidas por los aparatos del gobierno- traían los ancianos. Todo
era un corro temeroso, antes que dieran las seis de la mañana, y yo, parado en el barril, todavía no podía
hablar de las zanahorias y los morrones que hasta ese momento eran
inalcanzables, debido a la gran demanda de la colonia de italianos que hace un
par de días había arribado a la Isla del
Cangrejo...
(.... parte del primer capítulo de la obra)